El primer lugar de enterramiento del cual tenemos constancia en Bullas fue el interior de la hoy desaparecida Ermita de San Antón, a partir de 1664, primer templo del “Cortijo de Bullas”, y que se encontraba en la confluencia de las calles San Antón y La Balsa. Más de medio siglo después, en diciembre de 1723, en la “Villa de Bullas”, se inauguraba la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, y este espacio consagrado pasó a ser el nuevo lugar de sepultura.
El cementerio de Bullas pertenece a la iglesia de Bullas. En cuanto al mantenimiento anual de los nichos tienen un coste de 3 € por nicho y 5 € / anuales por panteón, dicho coste se destina a cubrir los gastos de conservación del cementerio.
La proliferación de enfermedades, así como las penosas condiciones higiénico-sanitarias, hizo que la cuestión del enterramiento dentro de los templos, se percibiera como un riesgo para la salud pública, sobre todo en la segunda mitad el siglo XVIII. De este modo, el 3 de agosto de 1784, Carlos III dispuso mediante Real Orden que a partir de entonces los cadáveres no fueran inhumados en las iglesias. Era una medida que venía a ser un reflejo inmediato de la prohibición francesa de 1776. “...disponiéndose la construcción improrrogable de los cementerios fuera de las poblaciones siempre que no hubiere dificultad invencible, en sitios ventilados e inmediatos a las Parroquias, y distantes de las casas de los vecinos...”.
Sin embargo, la aplicación de esta orden se dilató en el tiempo, de forma generalizada en la España dieciochesca, y hubo que esperar hasta las primeras décadas del siglo diecinueve para ver los primeros cementerios. El retraso fue debido tanto a limitaciones presupuestarias de las administraciones, como a las enérgicas resistencias de los feligreses. En este contexto, se atestiguan casos de familiares que consideraban un destierro el sepultarlos fuera de la iglesia, y llegaron a falsificar los entierros metiendo piedras y troncos de madera dentro del ataúd. Años más tarde, en 1804, Carlos IV, dictó varias medidas para activar realmente la construcción de los cementerios, “...que fuesen en lugares altos, alejados del vecindario y sin filtración de aguas, y que se procurará plantar árboles propios de aquel sitio, que sirvan de adorno con su frondosidad...”.
Siguiendo las directrices promulgadas por la corona, las autoridades religiosas y civiles de Bullas inauguraban, el 2 de febrero de 1812 (1), un cementerio, más tarde conocido como “cementerio viejo”. El lugar escogido fue el paraje del Paraíso, a las afueras de la población, y la aportación económica de la parroquia y de los vecinos fue determinante para su construcción. Su perímetro lo conformaban las actuales calles de Pértigos y Esperanza, quedando en su interior las calles Lorca y Bola, la puerta de entrada del mismo, se situaba en la calle Nicolás de las Peñas.
Al día siguiente de la inauguración , el 3 de febrero (2), enterraron al último difunto en la Iglesia de Ntra. Sra. del Rosario, Antonio de Gea, viudo de Maria Campos, mientras que la primera persona que inauguró el cementerio viejo, fue Isabel Vela, viuda de Pedro Ruiz, la cual se enterró de limosna por ser pobre, el 7 de febrero (3). Un año después, en 1813, limpiaron el osario de la Iglesia de Ntra. Sra. del Rosario, el cual estaba ubicado en la Capilla de la Comunión, y trasladaron al cementerio viejo, la friolera de treinta y una carretadas cargadas de huesos.
Transcurridos sólo 70 años, se hizo preciso levantar otro cementerio, principalmente por dos razones: una la capacidad, era necesario construir otro de mayores dimensiones que diera cabida a los estragos que las epidemias hacían en la población. Mientras que la otra razón, fue la cercanía cada vez más considerable de viviendas habitadas. Ante esta situación, y hechas las pesquisas pertinentes, el Ayuntamiento acordó suministrar 1.000 pesetas para el inicio de las obras, destinadas del presupuesto ordinario de 1884-1885.
El temor al azote del cólera morbo, que ya estaba haciendo estragos en zonas colindantes, obligó a activar la construcción del nuevo cementerio, así como a clausurar el viejo, que ocurrió el 22 de mayo de 1884. No obstante, se siguió inhumando todavía en él, durante un año y dos meses y medio más, hasta completarlo.
El lugar elegido para el nuevo camposanto, fue el que hoy conocemos, en el llamado “Corral de San Isidro” en el paraje de Las Atalayas, a 1 km de las últimas edificaciones. Se constituyó una comisión formada por la corporación municipal y los representantes de la iglesia, que fue la encargada de examinar el terreno, fijar el sitio y la superficie exacta, así como averiguar quienes eran los propietarios de los terrenos. Estos pertenecían a vecinos de Bullas, a los cuales se les pagó de forma equitativa a la propiedad de cada uno, la cantidad de 879’54 pesetas.
Los trabajos comenzaron el 12 de abril con el traillado del terreno y el arranque de los olivos, y las obras finalizaron, ese mismo año, el 06 de diciembre. Para su construcción se utilizaron los restos de materiales aprovechables, como tejas, puertas o maderas, de las ruinas de la Ermita de San Blas. El coste de las obras, ascendió 4.390’90 pesetas, costeadas por el Ayuntamiento, junto con las aportaciones de los vecinos, tanto en jornales, los más humildes, como en dinero, los más acaudalados.
La corporación aprobó que se procediera a la alineación de calles dejando separadamente el terreno para los que no pudieran costearse una caseta o panteón y habilitando una tapia para separar los enterramientos destinados en lugar no sagrado. De otra parte, en la calle principal, la que parte desde la puerta de entrada, en línea recta y hacia el centro, se señaló un trozo de doce palmos de largo por doce de ancho, para el secretario y cada uno de los trece concejales que componían el Ayuntamiento. Los nombres de las primeras parcelas que conformaron el perímetro del nuevo cementerio, entrando hacia la izquierda, respondían a Ntra. Sra. del Rosario y San José; entrando hacia la derecha, San Andrés y San Ramón; y cerrando al frente San Antonio. Mientras que dentro del recinto se localizaban las de Santo Ángel, el Corazón de Jesús, San Francisco, San Juan Bautista, San Blas y San Ginés (muchas de ellas hoy desaparecidas).
Ya se habían dado y continuaban dándose muchos casos de cólera, cuando a las siete de la mañana del día 23 de julio de 1885 (4), el Sr. Cura Pedro Puerta Escamez, bendijo el nuevo cementerio. Desde la Iglesia salieron autoridades religiosas y civiles, en procesión acompañados de un gentío inmenso. Levantó acta el notario público de la villa D. Antonio Miñano Martínez y firmaron el Sr. Alcalde D. Juan Fernández Sánchez, el citado cura, y como testigos D. José Marsilla Melgares, Juez municipal electo, y D. Isidro González García, Notario eclesiástico.
El primer enterramiento tras la bendición del nuevo camposanto correspondió a Juana Sánchez Sánchez, el 28 de julio (5), mujer de Francisco Puerta López, en el panteón de familia que estaba en construcción, (en la actualidad sigue estando en el mismo lugar, al entrar a la izquierda). Días más tarde, el 9 de agosto, Alfonso Duque Martínez, “el Chiripo”, marido de Francisca Caballero Sánchez, tuvo el honor de ser el último morador del cementerio viejo. Se da la circunstancia que ese mismo día se inhuma a Francisca Sánchez Palacios, a consecuencia del tifus, y este fue el primer sepelio que marca la actividad del nuevo camposanto de forma ininterrumpida hasta la fecha. El primer enterrador fue Manuel García Fernández, conocido por “el Churriano”. Y dos años más tarde, en el pleno del 17 de abril de 1887, el Ayuntamiento aprueba convocar a los herreros locales para que presenten propuestas a la ejecución de las puertas de hierro de la entrada, estas serían adjudicadas al presupuesto más económico. El proyecto recayó en Rafael Hernández Fernández, quién cobró por forjarlas, la cantidad de 285 pesetas (6).
A finales del siglo XIX y principios del XX, las familias pudientes de Bullas, encargan grandes panteones, en terrenos principales, de la mano de prestigiosos arquitectos de ámbito nacional. Es el caso de los Melgares de Aguilar y Marsilla de Teruel, que eligen a Justo Millán, para alzar su panteón en 1896, donde sigue estando. Este acreditado arquitecto es el mismo que construyó el actual Teatro Romea o la Plaza de toros en Murcia. Tres años más tarde, en 1899, Joaquín Carreño Góngora (quién financió el alzado de la Torre del Reloj), mando edificar lo que podríamos denominar “el panteón”. Único en su clase, se atribuye tan brillante obra, al insigne arquitecto Víctor Beltri, conocido como máximo representante de la arquitectura modernista en la Región de Murcia, algunas de sus obras son el Palacio Aguirre en Cartagena o el Mercado público de La Unión. “El panteón”, desde un punto de vista artístico es de estilo ecléctico con elementos modernistas, y a destacar la puerta metálica y el cerramiento con la gran cúpula. Actúa como centro neurálgico y elemento distribuidor de las calles del cementerio, y muchos recordarán, que hasta los años noventa, además era el lugar escogido para celebrar la misa del día de difuntos.
La gestión del cementerio ha correspondido, como así consta en el día de su inauguración, a la Iglesia: “...el Sr Cura recibió la llave de la puerta del cementerio, entregada por el Sr Alcalde en prueba de posesión, quedándose este con otra.”. Hemos de destacar que de estos 130 años, hay un período de 7 años, en los cuales la gestión fue municipal, y esto ocurrió a partir del 15 de febrero de 1932, durante el gobierno de la Segunda República, donde el Ayuntamiento incautó el cementerio, cumpliendo con la Ley de la República sobre cementerios municipales. De forma análoga, “estimaba” el escrito presentado por el cura párroco, aplazando dicha resolución. Una vez finalizada la Guerra Civil, y concretamente, el 29 de mayo de 1939, el Ayuntamiento por unanimidad acordó, restablecer y devolver a la Iglesia la propiedad del cementerio que le fue arrebatada, declarando nulo el anterior acuerdo. En la actualidad es el sr. Cura párroco, como Presidente de la Junta del cementerio, quién coordina su administración.
Con el tiempo y el aumento de población, cien años después de su inauguración, se realizaron las primeras obras de extensión, dentro del perímetro original, y estas curiosamente concluyeron el 12 de abril de 1985. Por estos años deja de tener la utilidad por la que se erigió, la Sala de autopsias (al entrar a la izquierda), hoy día se conserva parte del pavimento de azulejería original, y es almacén. En esta situación, La Pepa, también cesó en su función, ser el ataúd que servia a las personas que no se podían costear uno, y como recuerdo, se instaló en el sobretecho de la oficina de los enterradores. De forma paralela, a partir de 1992, se efectúa un gran ensanchamiento del cementerio, anexando terrenos en el lateral izquierdo. Ya en el siglo XXI, se lleva a cabo la última ampliación en la parte superior, finalizada en 2013.
Bibliografía:
- Actas en casa, siglos XIX y XX. Juan Sánchez Pérez. Bullas.1998.
- Apuntes sobre la Villa de Bullas. Isidro González García. Bullas.1920.
- Camposanto. Fermín María García. Bullas. 2007.
- Arquitectura modernista en la Región de Murcia. Guillermo Cegarra Beltrí y Elvira Sánchez Espinosa. Madrid. 2013.
- Archivo Parroquial: Libro 3 de entierros y Libro 13 de defunciones.
1) Libro 3 de entierros (1789-1892). Folio 138.
2) y 3). Libro 3 de entierros (1789-1892). Folio 137.
4) Libro 13 de defunciones (1883-1885). Folio 168 y 168 vto.
5) Libro 13 de defunciones (1883-1885). Folio 180 vto.
6) En los Apuntes de Isidro González se referencia al herrero local como Francisco Pallarés Bernad.